Cuentos serios de bufones #8

buf.jpegÉrase una vez, hace poquísimos años y en un lugar muy cercano, en la plaza principal de una Villa, comenzaron a reunirse muy temprano en la mañana varios campesinos con sus azadones y perros de pastoreo. También llegaron artesanos, sastres, carpinteros, modistas, cocineras, criados y hasta ermitaños venidos de los cuatros vientos.

A media mañana se le unió a la plebe gigantones con sus pesadas armaduras y escudos, con mallas metálicas de protección.
Casi al mediodía, arribaron a la plaza, con sus aires refinados, los duques, condes, marqueses y barones, todos con sus esposas y otros caballeros y damas, miembros de la selecta Corte.

De pronto, hizo su entrada a pie el Rey y muchos pajes, nobles, guerreros, cardenales y hasta lacayos fueron a su encuentro, palmeándole la espalda.

Fue el momento de más desorden en aquel lugar.
Pero de repente, se escuchó el sonido de tres tamborileros por una esquina de la plaza y todos callaron. Entonces, como un torbellino de movimientos y colores, aparecieron decenas de hombres en zancos, mezclados con tragafuegos, malabaristas, actores, músicos, mimos, cantantes y bailarines, confundiéndose con los allí reunidos.
Unos minutos después, la algarabía fue interrumpida por una aguda, larga y estruendosa fanfarria que hizo enmudecer a todos.
En ese instante se vio llegar la Carroza Real, tirada por seis caballos blancos.
Ahí se vio correr con celeridad al Rey hacia el vehículo para abrir la portezuela, con una rodilla en el suelo y la cabeza gacha.
Del interior de la Carroza Real bajó majestuosamente un hombre pequeño y feo, vestido a rombos y colores vivos, con sombrero de tres picos terminados en cascabeles. Cascabeles que también sonaban en sus puntiagudos zapatones.
Después del impresionante silencio, la bienvenida fue otra profunda genuflexión del Monarca, con su otra mano aún en la portezuela, seguido de la reverencia de todos en la plaza.
-¡No! ¡No! ¡Les he dicho que no tienen que inclinarse nunca más! –los regañó el bufón, antes de descender del último peldaño de la Carroza y enredarse con sus zapatones –nunca se supo si fue adrede o no-, para caer ridícula y aparatosamente frente a la muchedumbre.
Después de unos segundos de sorpresa, susto y duda, una carcajada brotó de las gargantas de aquella masa compacta. Una carcajada tan estruendosa, que se escuchó hasta en veinte Reinos a la redonda… Y que aún se deja oír ante cualquier sumisión en el Planeta.

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