El flautista de Jajamelin para la cuarentena

pepito6_1.jpgAtención padres, abuelos, tíos, hermanos mayores... Les brindo aquí mi cuento "Jajamelín", del libro "Pepito y sus libruras" de la Editorial SM. Cuando sus hijos, nietos, sobrinos o hermanos menores estén demasiado "inquietos" por la cuarentena, léanles esta historia y por lo menos unos minutos disfrutarán de una dulce calma. Y ojalá los haga reír. ¡Suerte!

EL FLAUTISTA DE JAJAMELIN
Érase una vez, hace muchísimos años y unos días, un lugar llamado Jajamelin. Era una ciudad tan antigua, pero tan antigua, que los semáforos eran en blanco y negro.

En cierta ocasión, Jajamelin fue invadida por una plaga de ratones. Estaban por doquier. En los televisores de todas las casas, bajo las sábanas, en las cañerías, dentro de los platos de sopa. En fin, nadie sabía cómo expulsarlos de sus vidas.
Pero un día, a alguien se le ocurrió la idea de contratar los servicios de un célebre flautista extranjero. Él aseguraba que con su música exterminaría aquella peste.
Enseguida una poderosa empresa de bebidas lo trajo, auspiciando el evento. El concertista interpretó magistralmente La Flauta Mágica de Wolfgang Amadeaus Mozart, mientras caminaba hacia un río, casi en las afueras del pueblo. Y los ratones, embelesados, lo seguían en caravana. Al llegar al río, los roedores siguieron caminando y se ahogaron en las aguas.
Al flautista le regalaron la llave de la ciudad en una gran fiesta. La alegría fue tremenda, pero les duró poco.
Tiempo después, una plaga de hipopótamos invadió Jajamelin. Se les veía en los baños de las casas, subidos en los postes, en el campanario de la iglesia y en las carteras de las señoras. En fin, en todas partes.
Entonces, volvieron a traer al flautista extranjero. El hombre interpretó de nuevo La Flauta Mágica de Mozart, mientras caminaba hacia un barranco, casi en las afueras del pueblo. Y los hipopótamos, embelesados, lo seguían en caravana. Al llegar al precipicio, los animales siguieron caminando y murieron en la caída.
Al flautista le otorgaron la medalla al Honor en otra colorida fiesta. La alegría fue apoteósica una vez más, pero también les duró poco.
Muy pronto la pobre ciudad de Jajamelin fue invadida por una plaga de teléfonos celulares. Estaban por doquier. Se instalaban de a dos y hasta de a tres en las orejas de los habitantes. Sonaban en reuniones, durante las siestas, en los momentos de mayor intimidad. En fin, en todas partes y todo el tiempo.
Tuvieron que llamar urgente al famoso flautista extranjero (le avisaron por palomas mensajeras para evitar el uso de la tecnología en los teléfonos). El músico, al llegar, tocó una vez más La Flauta Mágica de Mozart, mientras caminaba ahora hacia un área sin señal en las afueras del pueblo, donde coincidían el barranco y el río. Y los teléfonos celulares, embelesados, lo seguían en caravana.
Al llegar al borde del precipicio, los aparatos empujaron con violencia al flautista que cayó desde lo alto al río y, avergonzado, nadó contra la corriente usando su flauta como snorkel.
Mientras tanto, los celulares regresaron a la ciudad sonando al unísono sus timbres. Pero quizás como homenaje –vaya usted a saber-, de repente sustituyeron su tradicional ring-ring por las metálicas y entrecortadas notas de La Flauta Mágica de Mozart, y el Para Elisa de Beethoven, para más tarde cambiar éstas por Despacito y Gasolina de no sé quién.
Y fueron muy felices… ellos.

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