Mi viaje a este pequeño país centro europeo me ayudó a darme cuenta de que su imperfección es tal que tiene un par de defectos.
Llegué a Zurich intersado en conocer a la ciudad más cara del mundo, según última encuesta. Me dispuse a salir del hotel para conocer el país de los relojes, los chocolates, las navajas, los quesos y los neutrones (por su neutralidad, digo).
La llamada República Federal Suiza, o mejor como se conoce hace un tiempo: República Federer Suiza.
Lo primero que vi fueron las casas que merodeaban, perdón, que me rodeaban. Casas hechas de cantos, porque en Suiza abundan mucho los cantones y no me desencantaron, lo confieso. Casas donde viven los suizos, gentilicio éste que debe venir del francés “jes suis”, por su fama de individualistas quizás; o podría decir, ahí viven los suicidas, gentilicio mortal, como el del inmortal Guillermo Tell, el que inventó el Tell-éfono (no fue Graham Bell, éste creó Bell-south creo, y eso tiende a confundir).