Érase una vez, hace poquísimo tiempo y en un lugar muy cercano, un bufón que tenía un hijo muy pequeño. Desde los 3 años la gente veía al niño hablando solo; es decir, contando chistes, realizando mimos, muecas y gracias, siempre jugando a ser él un bufón, como si estuviera haciendo reír a alguien.
El papá bufón se preocupó por la extraña conducta de su hijo y comenzó a investigar, descubriendo que el niño tenía un amigo imaginario.
Se sabe que muchos niños inventan amigos irreales para sociabilizar y jugar. Sin embargo, lo especial en este caso es que el amigo imaginario no era un niño de su edad, ni siquiera era un adolescente. ¡Su amigo era un adulto mayor! Y con él jugaba todo el tiempo haciéndolo reír en sus prácticas para ser un bufón profesional como su padre. Y también compartía su vida personal, claro está, confiándole todo.
Érase una vez, hace poquísimos años y en un lugar muy cercano, el nieto del retirado bufón de Palacio salió acongojado a las calles de aquel villorio a causa de la impotencia de ver a su abuelo deprimido por no tener ya la habilidad de hacer reír.
Pasando por una estrecha calle encontró a un hombre vendiendo flores, frente a un local con un letrero en su puerta que decía: “Escuela de graciosos”. No lo podía creer.
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