Conmigo en la distancia (IX)

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Esta "sección" que subo aquí de vez en cuando es solo para recordar lo que no deseo olvidar: momentos vividos con intensidad en una de mis mayores pasiones: viajar.

En esta ocasión se trata del primer viaje a Malasia, específicamente a la ciudad de Malaca (Melaka).

La foto es de la entrada a su calle más comercial y pintoresca: Junker Street, donde se puede apreciar detrás el galeón que menciono en la crónica que escribí en esa oportunidad y que también aprovecho para recordar ahora.

 

Malasia

Una macerada, pero desazonada experiencia.

 

 

Aprovechando una oferta, tomé el primer vuelo a ese país. Pero el único pasaje era para la ciudad turística de Malaca. Lo tomé igual. Al bajarme del avión pensé que había llegado a “Malaca ibo”, por el calor, la humedad. Era trópico de tomo y lomo.

Esta es la tierra de las palmas. Campos y campos de ese cultivo. Este país debería llamarse Palmasia en vez de Malasia. Por supuesto, le sacan el jugo, porque producen Azúcar de Palma, Miel de Palma, Aceite de Palma, Tablas de Palma y hasta Palmatorias, Palmacristi, etc.

Para el que no lo sepa, la ciudad de Malaca es Patrimonio Cultural de la Humanidad. Fue invadida y colonizada por chinos, portugueses, holandeses, británicos, japoneses y por todo aquel gentilicio que haya estado de paso por esta zona. Incluso, hace unos años los Mc Donals, los Starbucks, los Burguer King, etc., también la han invadido (incluyendo los Shopping Center). Ya el número de Mall se acerca al número de palmas.

Otra cosa que abunda son los museos. Brotan silvestres como las palmas y los Mall. Menciono algunos: Museo marítimo, Museo del Islam, Museo del Pueblo, Museo de la Cultura, Museo Histórico, Museo Natural, y si no hay Museo de Arte Precolombino y Museo de la Revolución, es porque a Colón y a Fidel no les dio tiempo pasar por ahí.

Un elemento muy atractivo de la ciudad: tienen en exhibición un galeón rescatado y restaurado y uno se siente Emilio Salgari o Sandokan.

Pero la mayor atracción de la ciudad es pasear por Junker Street, una calle muy estrecha de cinco o seis cuadras de largo, con comercios y restaurantes en ambas veredas y muchos puestos improvisados en las aceras donde se vende lo mismo una lavadora, una artesanía, que un pescado frito.

Imagínense millones de personas caminando para allá y para acá en esa callecita, donde también pasan algunos autos y todo a casi 40 grados celsius. Lo más fácil para los comerciantes es vender platos de pato a la naranja, pato pequinés, etc., porque usan unas redes encima de sus puestos ambulantes para recoger los patos que caen asados ya.

La multitud es tal que no puedes detenerte a ver nada de lo que muestran en las aceras o locales, el tumulto te lleva, te arrastra casi sin tocar el piso. Los quitasoles de las mujeres autóctonas –de baja estatura casi todas- son peligrosísimas porque te sacan un ojo si te descuidas.

Entonces bien pegaditos unos con otros nos vamos deslizando por la calle, mientras litros de sudor recorren tu cuerpo. Fue tanto esa vez que en un instante se me nubló la vista y caí, pero no al suelo, obvio, sino a la mar de cabezas y quitasoles que me rodeaba. Así que, como recital de rock duro, me pasearon acostado bocarriba en brazos por encima de sus cabezas y me abandonaron al lado de un fogón encendido. Traté de salir de ahí, pero un chino bien gordo se subió en mis pies. Por el peinado se me pareció a Kim Jong-un al verlo desaparecer en el tumulto. Fue terrible. Yo tengo el metatarso caído, pues alguien lo recogió y trató de ponérmelo en su lugar a la fuerza, sin éxito. Entonces otro, presionó tanto mi talón de Aquiles que obligó a éste a salir del closet y casarse con Héctor. Yo, por lo general, tengo los pies planos. Bueno, los tenía, porque al pisármelos, el chino me hizo un enorme arco. Pero un arco al revés, convexo, para afuera. Me di cuenta al ponerme de pie, ya que al pararme firme fui meciéndome para cualquier lado sin caerme, como un tentempié. Por suerte, un amable malayo me llevó hasta el hotel, haciéndome rodar como balón de gas de 15 kg.

Lo que sí puedo asegurar de mi viaje a ese país, es que a pesar de mi aventura y de la fama de tigres y jaguares de la economía, los malayos son amables, nobles y muy queribles seres humanos.

Malasia debería llamarse Buenasia.

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