Cuentos serios de bufones #18
Érase una vez, hace poquísimo tiempo y en un lugar muy cercano, un bufón feliz y realizado de tanto hacer reír al Rey y sus Corte en los palacios, así como a los habitantes de las aldeas del Reino, con su forma inteligente de hacer humor. Pero su vida cambió cuando cierto día el Rey lo llamó a solas.
—Bufón, acabo de recibir a una delegación de sacerdotes, donde me piden que no hagas más chistes sobre ellos, ni sobre la iglesia. Me argumentaron que si el vulgo se ríe de la religión, después no temerán a dios, no obedecerán y se irán al infierno. Los entendí y ya ordené un bando donde prohibo ese tipo de chistes y no solo a ti, sino a todos mis súbditos.
Al bufón le dolió, porque nunca hacia humor para ofender a la iglesia, aunque sí le gustaba criticar los mal hecho por la Inquisición, la corrupción de algunos obispos, etc.. Pero tuvo que acatar, por supuesto.
Al otro día el Rey lo volvió llamar en privado.
—Bufón, hoy tuve una audiencia con los Caballeros de la Corte, porque al enterarse del bando que ordené, también exigen que no hagas chistes sobre ellos, porque si el vulgo se ríe de sus autoridades, no los respetarán y no podrán gobernar bien. Los entendí y ordené un bando donde prohibo ese tipo de chistes y no solo a ti, sino a todos mi súbditos.
El bufón se molestó, porque también dejaría de hacer su sátira a lo mal hecho por muchos de esos Caballeros, sus abusos de poder y otras cosas. Pero no dijo nada, por supuesto. Sólo acatar.
Al mediodía siguiente de nuevo el Rey lo llamó en solitario.
—Bufón, acabo de salir de una reunión con los altos mandos militares. Me pidieron que dejes de hacer también chistes sobre ellos, porque si el vulgo se ríe de la casta militar, nunca podrán imponer el orden, ni obedecerán cuando los enrolen en sus filas, etc.. Yo los entendí, ya que eso puede pasar. Entonces ordené un bando donde prohibo ese tipo de chistes y no solo a ti, sino a todos mis súbditos.
El bufón se enojó y también se entristeció. Cada vez se le achicaba más el campo para hacer su humor satírico. Pero no le quedó más remedio que acatar.
Esa tarde el Rey lo llamó a sus aposentos con urgencia.
—Bufón, los señores del gremio de los mercaderes vinieron a rogarme que dejaras de hacer chistes sobre ellos. Arguyeron que si el vulgo se ríe de ellos, no respetarán el comercio, el valor del dinero, el pago del diezmo, entre otras cosas. Les encontré razón, así que ordené un bando donde prohibo ese tipo de chistes y no solo a ti, sino a todos mis súbditos.
El bufón ni siquiera habló. Salió disparado a caminar para desahogar su ira, pero al final tuvo que acatar, como siempre.
Cuarenta y ocho horas después, el Rey una vez más lo llamó a solas.
—Bufón, he tenido unas cuantas audiencias. Los médicos con sus enfermos y lisiados, las mujeres del pueblo y de la Corte, las prostitutas, los jueces, los campesinos, los niños y las nodrizas, los criadores de animales, los artistas, los brujos y brujas, los magos, ¡hasta los borrachos y los amantes infieles! ¡Todos! Me pidieron que no hagas más chistes sobre ellos. Y argumentaron muy bien, te confieso. Así que he ordenado un bando donde prohibo todo tipo de chistes y no solo a ti, sino a todos mis súbditos.
El bufón quedó paralizado, boquiabierto. Incluso se sintió enfermo. Ya no podía hacer sátira, tampoco ni siquiera humor blanco. Pero no había nada que hacer.
En poco tiempo, en todo el Reino se formaban largas filas de cortesanos en los palacios y de pobladores en las plazas de las aldeas, para que el bufón les hiciera cosquillas. Una nueva necesidad que surgió debido a lo aplastante de la vida en esos lugares
Y desde esa época, los nacidos y criados en ese Reino se les distingue por su pequeño cerebro y su alma simplona.
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