Malaca, Malasia (viaje del 08/2013)
Visité la ciudad de Malaca o Melaka, según el origen del que lo pronuncie.
Confieso que del momento en que me bajé del avión me sentí como si estuviera llegando a “Malacaibo”, por el calor, la humedad, la vegetación, etc., porque aquello es trópico de tomo y lomo.
Menciono aquí que en mis show para niños, yo siempre hago el siguiente chiste: cuando termino de contar un cuento, una lectura, un juego o una canción, siempre les digo: “¡Ahora a ver esas palmas!” y todos aplauden con entusiasmo, pero ahí los cortó enseguida como si estuviera enojado, y los regaño diciéndoles que no escuchan a las personas mayores, porque yo dije: “a ver esas palmas”, no que aplaudieran. Ahí entienden, se ríen y me muestras las palmas de sus manitas. Pues les confieso aquí que las cientos de miles de palmas que he visto en mis encuentros con niños por buena parte de Latinoamérica, no es ni la “micronanogésima” parte de las palmas que he visto sembradas aquí. Campos y campos de ese cultivo. Este país debería llamarse Palmasia en vez de Malasia. Por supuesto, le sacan el jugo, porque producen azúcar de Palma, miel de Palma, aceite de Palma, tablas de Palma, Estrada Palma, Aníbal Palma, etc.
Para el que no lo sepa, la ciudad de Malaca es Patrimonio Cultural de la Humanidad, por su rica Historia, Tradición, Arquitectura, Artesanía, etc.
Esta tierra fue invadida y colonizada por chinos, portugueses, holandeses, británicos, japoneses y por todo aquel gentilicio que haya estado de paso por esta zona. Incluso, hace unos años los Mc Donals, los Starbucks, los Burguer King, etc., también han invadido a Malaca, encabezados por sus generales los centros comerciales (mall). Ya el número de mall se acerca al número de palmas.
El fin de semana que visitamos a Malaca coincidió con los días feriados de Malasia por sus Fiestas Patrias y también con los feriados de Singapur que también cumple años de fundación. Eso significó que buena parte de los millones de habitantes de Malasia estuvieran en las calles de Malaca y también millones de singapurenses que sólo tienen que tomar un bus y en 4 horas ya están en esa ciudad Patrimonio Cultural, a través de un puente que se construyó desde la Isla de Singapur a la Península de Indochina.
Un enorme y cómodo hotel nos recibió, pero poco estuvimos en él. Había que gastarse el tiempo en disfrutar la maravillosa ciudad.
Lo primero que me impresionó fue escuchar música latina en las radios. Incluso disfruté de un bolero de vieja trova cubana cantado por una malaya y en su idioma. En serio, es una vivencia muy extraña.
Visité parte de los millones de museos que brotan en la ciudad como los mall y como las palmas en los campos. Menciono algunos: Museo marítimo (donde hay un galeón portugués del Siglo XVI rescatado y restaurado), Museo del Islam, Museo del Pueblo, Museo de la Cultura, Museo Histórico, Museo Natural, y si no hay Museo de Arte Precolombino y Museo de la Revolución, es porque a Colón y a Fidel no les dio tiempo pasar por ahí.
Uno que me interesó mucho fue la réplica de la Casa del Sultán de Malaca antes de las invasiones. Las paredes de madera tallada, los vestuarios del Sultán y la Sultana que usaban para cada ceremonia, las joyas y sobre todo las armas, donde les dejaban claro a todos que a ellos nadie los inSultan.
Pero la mayor atracción de la ciudad es pasear por Junker Street, una calle muy estrecha de cinco o seis cuadras de largo, con comercios y restaurantes en ambas veredas y muchos puestos improvisados en las aceras donde se vende lo mismo un juguete, una artesanía, que un pescado frito.
Imagínense millones de personas caminando para allá y para acá en esa callecita, donde también pasan autos y todo a casi 40 grados Celsius. Lo más fácil para los lugareños es vender platos de pato a la naranja, pato pequinés, etc., porque usan unas redes encima de sus puestos ambulantes para recoger los patos que caen asados ya.
La multitud es tal que no puedes detenerte a ver nada de lo que muestran en las aceras o locales, el tumulto te lleva, te arrastra casi sin tocar el piso. Las sombrillas de las mujeres son peligrosísimas porque te sacan un ojo si te descuidas un segundo. Me da la impresión que en por lo menos en esta parte de Asia, la estatura promedio es mucho más baja que la nuestra.
Entonces pegados unos con otros nos vamos deslizando por la calle y soltando dos litros de sudor por cada centímetro cuadrado de piel. Y no voy a mencionar los olores a esa hora del día con el sol en su cenit. Con decirles que fue tanto que en un instante se me nubló la vista y no puedo asegurar o no que me desmayé, pero sí puedo contar que caí y no al suelo, obvio, sino a la mar de cabezas y sombrillas que me rodeaba. Entonces, como recital de rock duro, me pasearon acostado en brazos por encima de sus cabezas y me dejaron amablemente en una esquina, al lado de un fogón encendido donde hacían sopa de pescado y donde la temperatura alcanzaba los 57 grados celsius. Allí sí me desmayé y por suerte, enseguida fui rescatado por una valiente escuadra de bomberos malayos que me llevaron a una plaza, donde me metí de cabeza en una fuente, algo que me arrepiento ya que estaba llena de peces rojos, los cuales se burlaron mucho de mi desgracia, aunque allí me aseguraron que sólo se asustaron.
Para desconectar de tanta cultura y tradición, decidimos regresar al hotel, no sin antes pasar por un centro de masaje, ya que no conocíamos el estilo malayo. Y como el incidente con el chino en Singapur y Tailandia quedó atrás y aunque hubo cierto conato en Indonesia con la masajista veterana aquella, no sucedió nada, lo que me dio fuerza y valentía para hacerme uno aquí. Y escogí la reflexología.
Me atendió una mujer musculosa, pero de gestos y expresiones amables. Le di mis pies confiado.
Al principio todo fue normal, incluso disfruté mucho con sus técnicas, tanto que me relajé casi llegando al éxtasis, por decirlo así. Pero lamentablemente, la masajista de mi vecino comenzó a darle conversación a la mía y entablaron un diálogo insoportable, que arruinó mi relax. Entonces la miré serio y tosí, como para que entendiera que me molestaba su cháchara. Ahí comenzó mi problema. Porque se calló, sí, pero en venganza quintuplicó la fuerza de sus dedos en mis pies. Ya no era placentero aquello. Al contrario, se tornó doloroso. Y aunque intenté varias veces quitarle mis pies y pararme, no me dejó.
Fue horrible. Yo tengo el metatarso caído, pues lo recogió y me lo puso en su lugar a la fuerza. Presionó tanto mi talón de Aquiles que obligó a éste a salir del closet y casarse con Héctor. Yo tengo los pies planos. Bueno, los tenía, porque me hizo un enorme arco. Y ustedes dirán, bueno, te mejoró los pies, porque ya no los tienes planos. Pero no, no resolvió mi problema, porque me hizo un arco al revés, convexo, para afuera, es decir, “botado para abajo”. Y ahora cuando me paro firme parezco un muñeco “tentempié”, como le dicen en Cuba; o “monito porfiado”, como le llaman en Chile, que se mueve para cualquier lado y no se cae. Así estoy con mis arcos convexos.
Por la noche al aeropuerto de regreso, después de un baño de Historia, un baño de Cultura y un baño de agua fría en el hotel.
En el viaje medité sobre Sandokán, el Tigre de la Malasia y sobre Lady Mariana, Yañez, Kammammuri, sus aventuras y mis aventuras en sus tierras y me di cuenta de que a pesar de todo, soy un afortunado.