Érase una vez, hace poquísimo tiempo y en un lugar muy cercano, una solemne, severa y temida autoridad: era el Cardenal de Palacio, el cual aplicaba con suma rigidez sus leyes morales en aquel Reino, incluso por encima del Rey. Era famoso por castigar a los que se atrevieran a reír en público. Y sus castigos iban desde cadena perpetua por una sonrisa, hasta la guillotina por una risa.
Una mañana como otra cualquiera, recibió una carta firmada por La Muerte donde le decía que iría a llevárselo, inobjetablemente, esa misma noche.
La poderosa autoridad tembló de miedo, porque conocía esa antigua historia (muy requeteusada por los escritores, por cierto). Y estuvo un buen rato pensando, hasta que al fin decidió traer a su presencia y sin que nadie supiera, al bufón de Palacio. Al mismo que había desterrado como primera medida al inicio de su mandato.