Érase una vez, hace poquísimos años y en un lugar muy cercano, un negocio de lavado de ropa, orgullo de aquella Villa.
Entrando, en un primer espacio –el más limpio-, se veían colgados en perchas los elegantes trajes para caballeros, barones, marqueses, etc., y los vestidos vistosos de color negro con ribetes dorados de las damas.
En un rincón de ese agradable salón, estaba la ropa de los niños y niñas de la nobleza.
En un segundo espacio -mucho más pequeño que el primero-, se veía un bulto en el piso formado por la ropa de los comerciantes, curas, jueces y demás distinguidos miembros de la Villa.